Duro e imponente, sobre la Colina Roja desde la que domina la ciudad de Lhasa, el Potala parece contradecir los tópicos de austera espiritualidad del Tíbet. El interior de los dos palacios-fortaleza que lo conforman (el Rojo y el Blanco) termina de desmoronarlos con la profusión de oro y piedras preciosas que cubren salas y delicados objetos. Iniciado por el quinto Dalai Lama en el siglo XVII, la importancia de este edificio destinado a mostrar el poder sagrado y terrenal del budismo tibetano era tal, que cuando el Lama murió sus funcionarios lo ocultaron durante varios años hasta que finalizó la obra, con el fin de evitar cualquier tipo de interrupción o de rebelión por parte de los que colocaron las miles de piedras que lo conforman.
Heinrich Harrer, el aventurero austríaco que descubrió al actual Dalai Lama las cosas que pasaban más allá de los gruesos muros del Potala y de las altas montañas que rodean el valle donde se asienta la capital del Tíbet, contaba que, al preguntar a un cantero local cómo es que no se habían vuelto a construir edificios de tal magnitud, recibió la siguiente respuesta: «Los dioses construyeron este palacio en un día, ¿quién si no hubiera podido construir una morada para un dios?». El Potala fue uno de los pocos monumentos tibetanos que se salvaron de la destrucción y el saqueo durante la Revolución Cultural.